Bianca no
podía entenderlo. A pesar de todo lo malo que había ocurrido, causado por la
guerra contra aquellas criaturas de la oscuridad, las estrellas tenían todo el
descaro de seguir igual de bellas como siempre. Como si los padecimientos que
los humanos sufrían no les fueran de mucha importancia. Como si no sintieran el
dolor que traían consigo las lágrimas que resbalaban por su mejillas.
Lágrimas
de impotencia, de tristeza... de duelo. Siempre se había mostrado optimista,
con una vaga esperanza de que su amiga, su hermana, estuviera realmente
desaparecida y no lo que los demás daban por hecho. Porque estar desaparecida
no es lo mismo que estar muerta; al menos en el primer caso quedaba la
posibilidad de encontrarla con vida. Y eso es lo único que ella deseaba.
Bianca
pudo ver, a pesar de sus ojos empañados, una pequeña luz moverse por el cielo
nocturno. Una estrella fugaz.
Se sentía
tonta por hacerlo, después de todo sólo era una creencia popular. Pero tal vez,
de la misma forma en que la Luna había oído las súplicas de sus padres cuando
ella era pequeña, la estrella escucharía la suya. Su deseo.
Estaba
desesperada y lo sabía, porque estaba empezando a aceptar la idea de no
volverla a ver jamás. Pero era lo único que le quedaba intentar. Cerrando los
ojos y juntando las manos como si rezara, Bianca deseo con todas sus fuerzas.
Volver a ver esos ojos verdes, ese pelo tan rubio que casi llegaba a ser blanco
como el suyo, esa sonrisa, escuchar su voz. Al menos una última vez, sólo para
despedirse. Aunque fuese una ilusión.


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